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martes, 13 de noviembre de 2007

Reseña de El huésped, de Guadalupe Nettel

Publicado en Replicante 13, que comienza a circular por estos días.



Te declaramos nuestro odio, magnifica ciudad.
(…)
Te declaramos nuestro odio perfeccionado a fuerza de sentirte cada día más inmensa,
cada hora más blanda, cada línea más brusca.

Efraín Huerta


“…desde el principio me gustaste por mamona”. Estas palabras de El Cacho a Ana, la protagonista de El huésped (Anagrama, 2006), de Guadalupe Nettel (1973), novela sobre un desdoblamiento, una invasión, la lucha que la propia Ana da por perdida para evitar que el huésped parasitario que alberga, La Cosa, termine finalmente por anularla y convertirla en una amiba ciega, inician el desdoblamiento de la propia novela. El solipsista relato de Ana, mujer de origen burgués —con una situación económica tal que le permite tener auto aunque no haya tenido más empleo que el modesto de lectora en el instituto para ciegos en donde conoce al Cacho — pasa entonces de esta guerra entre la Moza y su Cosa al encuentro con un grupo de mendigos ciegos, quienes, huyendo de “la decadencia de la ciudad y sus habitantes”, se rigen por sus propias normas en el reino que ellos mismos se han dado: el Metro de la Ciudad de México.

Este encuentro da aire a lo que de otra forma se hubiera vuelto un asfixiante y hasta cierto punto tópico relato de un doble invasor, no muy diferente de El Horla de Maupassant, con final trágico incluido. Antes de las palabras del Cacho, Ana esta dispuesta a no tomar su medicina, a no curarse de una enfermedad que la ha puesto en cama, a fin de hacer sufrir a su huésped: anuncio de la posibilidad de que contemple su autodestrucción, prefiriendo morir antes que ser derrotada finalmente por La Cosa. Ser llamada mamona por el Cacho la salvará de ese destino prefijado.

El terreno “fantástico” da paso entonces a un territorio más ambiguo, que no es el del “realismo” sino una visión metafórica de la realidad mexicana. De esta forma, aunque a partir de las palabras del Cacho a Ana se suceden los coloquialismos, que no habían aparecido antes: “pendejadas”, “a toda madre”, “chaquetas mentales”, y también aparece la realidad cotidiana mexicana en forma de puestos de quesadillas o de tamales (de los cuales algunos suelen pensar que no tienen legitimidad ni prestigio literario), aún así ésta nunca aparece como una novela realista.

Y es que, como alguien que ha trabajado en el Metro y conocido a los verdaderos seres que lo pueblan, puedo decir que con su grupo de ciegos rebeldes la autora intentó una especie de Los misterios del Distrito Federal, el cual por momentos chirría por su falsedad, como cuando escribe acerca de un “intendente” en una estación. El solo pensar que el Metro, espacio de un transporte público gubernamental, pueda ser ocupado por un grupo como el imaginado revela que esta parte de la novela se apoya en la pura imaginación y fuerza de las obsesiones de Nettel. Eso es lo que sostiene la narración y no el apoyo en investigación o en vivencia. No, Guadalupe Nettel es capaz de dar vida a sus obsesiones, pero no cuenta las historias de los verdaderos outsiders en el Metro, invisibles para los seres de la superficie.

Para ser la novela de una autora y con una protagonista quienes, en sus respectivos ámbitos: realidad y ficción, se autodefinen como apolíticas, la misma no puede contener más feroz y subversiva ironía política (en vista de los resultados para el país del llamado “voto útil”, incluyendo la megabiblioteca) que la “broma un poco sucia a nuestra democracia” jugada por los ciegos outsiders y cómplices, al rellenar urnas con sobres llenos de excremento humano, antes de una jornada electoral. Lo único lamentable al respecto —sobre todo en la obra de una escritora con tan clara voluntad de estilo— es la errata por la cual se lee que se trata de votos “fruadulentos” (sic, p.157).

El grupo de mendigos se refugia en el Metro “cada vez más lleno de policías”, y le revela a Ana lo que esconde la ciudad, ente con el que ella se ve identificada, pues carga su propio parásito:

también la ciudad se estaba desdoblando. (…) El proceso era inevitable, al menos esa era mi impresión, y solamente esperaba que esa cosa, LA COSA urbana no permeara a los subsuelos, para que al menos quedara en la ciudad ese espacio libre como a mí me quedaría la memoria.


El parásito, en el caso de la ciudad, de esta verdadera Ciudad de Ciegos como el título de una película de hace algunos años, es la enfermedad que vela los ojos de los videntes, de quienes supuestamente pueden ver pero no ven, no quieren ver el olvido, el desgaste del tiempo y la indiferencia ante el desastre cotidiano:

avenidas donde los camellones son sólo el recuerdo colectivo de un tiempo más apacible y menos vertiginoso. México ya no nos pertenece. Hemos desarrollado un ojo selectivo que fragmenta y edita los teléfonos descompuestos, los vidrios rotos (…), la señora que tirita en su rebozo, sentada en la banqueta (…), el asalto que sucede frente a nuestras narices. La ciudad que decidimos ver es una fachada hueca que cubre los escombros de todos nuestros temblores.


Al final Ana culminará su aprendizaje de “la posibilidad de vivir de manera autónoma, a pesar de la ceguera” abandonando, al igual que Lorenzo, a los ciegos del Instituto “animales de cautiverio” para vivir “la vida después de La Cosa”, la vida que será la última: la vida autónoma, sabiendo y aceptando con madurez que al final está la oscuridad inevitable, metáfora de la vejez y la muerte. Le dirá aliviada a La Cosa que “por fin llegas”, asumiendo su destino. Al final, entenderá que su vida es parte de una serie de vidas que forman la Vida, cual metros “que iban y venían, uno detrás de otro, pero siempre iguales, como un mismo tren que regresa sin cesar”.

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